Se fueron changos…volvieron héroes

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Escribe: Ernesto Bisceglia

La vocinglería del patio del colegio provocada por la alegría de los últimos días de estudiante secundario todavía resonaba en las cabezas. La birome, el cuaderno espiral envuelto en ese delantal ahora recubierto de dibujos, frases y firmas, formaba parte de un recuerdo que así como inmediato se convertía en una lejana experiencia cuando cargaron en los brazos un FAL, y en lugar del pullover hecho nudo, en la cintura colgaba ahora una Ballester Molina 11,25mm. El uniforme ya no era blanco sino verde y en lugar del profesor había un oficial al frente.

Apenas cuarenta y cinco días de instrucción en el terreno, no más de veinticinco disparos de FAL en todo ese período. Uniformes que habían abrigado el paso de vaya a saber cuántas generaciones de argentinos. Borceguíes que habían caminado cientos de kilómetros, ése era el uniforme del soldado argentino.

Con esa instrucción y esos implementos una madrugada tuvieron que marchar a la guerra. A enfrentar a uno de los ejércitos más poderosos de la Tierra. Se repetía la historia. Sería otra vez una “Guerra de Recursos” -como la del General Martín Miguel de Güemes- contra un enemigo extranjero, donde el ingenio tendría que superar a la tecnología inglesa y donde la disparidad de equipamiento se equiparaba con valor. Con un extraordinario valor que por momentos causó pánico en esos profesionales de la guerra británicos.

Días, semanas en el pozo de zorro con el agua helada congelando los pies, el viento entumeciendo las manos, el estómago crujiendo de hambre, pero el puesto no se abandonaba porque la orden era “No pasarán” y se cumplía a rajatabla. “Porque el soldado argentino no tiene frío, no tiene hambre, sólo tiene a Dios y a la Patria!”, y esta frase que hoy sería extraña y hasta estúpida para las generaciones actuales, para aquellos soldados era una bitácora de la vida. ¡Era la razón de la vida, aunque costara la muerte!

Hay que estar bajo las balas enemigas que silban, mantener la tensa calma cuando las trazadoras pican cada vez más cerca. Tener la frialdad suficiente en medio de una refriega para colocar otra cinta de munición en la MAG. Tirar a matar porque sino te matan, mientras se dispara como un autómata aguijoneado por las imágenes de “los viejos”, o ese amor adolescente que quedó en el Continente.

Y cuando la bala inglesa lo bajó al “Cacho”, y quedó ahí, al ladito, como los cinco años en que compartieron el banco del colegio. Ahora está tirado, inerte, con los ojos clavados en el cielo, mientras la inhumanidad de la guerra impide siquiera el duelo de un minuto porque hay que seguir tirando para tratar de no irse con el “Cacho”, con los ojos brumosos de lágrimas tratando de alinear el alza con el guion.

Y aquellos gritos de alegría del patio escolar que todavía se hacían eco ahora son de dolor. De changos que en el último suspiro dicen la palabra de la vida: “¡Mamá!”…

No basta con lidiar con la lluvia de balas inglesas que encima hay que protegerse de las ráfagas de los Sea Harrier o los Sea King que van sembrando paracaidistas. ¿Qué pasa que nadie para ese infierno? En Buenos Aires están quizás ocupados viendo cómo derrotan una y otra vez a la Selección Nacional de fútbol en España o tomando un whisky mientras miran planos y repiten “¡Les presentaremos batalla!” Ellos, no. Los changos de 18 años son se están comiendo las balas y perdiendo partes del cuerpo y hasta la vida.

Vuelven a sonar las palabras del General Manuel Belgrano al gobernador de Salta, Feliciano Chiclana: “Siempre se divierten los que están lejos de las balas, y no ven la sangre de sus hermanos, ni oyen los clamores de los infelices heridos…”.

La batalla borra las distancias entre soldados, cuadros y oficiales. En el combate son uno, y hay gestos de arrojo heroico en los que portan “la tira”: Mario Antonio Cisnero, el “Perro”, Roberto Estévez, que obtiene su grado de teniente en el campo de batalla… ejemplos emblemáticos de “los huevos” que pusieron todos en las Islas.

Finalmente, un día, todo ha terminado. Y a todos los dolores que un soldado experimenta en el combate le sobreviene el mayor de todos: ver arriar su Bandera Azul y Blanca y treparse –como ha sido su costumbre- a la bandera del pirata.

Y por tercera vez, la historia se repite: como aquellos 78 Granaderos que volvieron a Buenos Aires luego de 14 años de librar batallas junto al Libertador, San Martín, que tuvieron que sufrir la ignominia del primer cipayo, Bernardino Rivadavia que ordenó disolver el Regimiento, desarmarlo y despacharlos para perderse en la bruma de los tiempos, de la misma manera, cuando los changos volvieron al Continente, fueron escondidos, retenidos semanas en los cuarteles, aislados de sus familias, interrogados por quienes habían conducido mal la guerra, devueltos a la sociedad en la oscuridad y el desamparado. ¡Ellos que habían cumplido como ningún otro argentino la fórmula del Juramento a la Bandera: “Juráis a la Patria, seguir constantemente su Bandera y defenderla hasta perder la vida”!

Se fueron changos… volvieron Héroes.

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